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Lee y emocionate con los Recuerdos Barriales

Recordando
El beso en la heladería
Tenía doce años y me pasaba todas las tardes en la heladería de Don Tito, pidiendo “solo una bochita” de dulce de leche. No era por el helado… era por ver a Lucía, la hija del dueño. Un día me animé a decirle que me gustaba. Me regaló un cucurucho extra y me dio un beso. Desde entonces, el dulce de leche me sabe a nervios y verano.
El arco del almacén
En la esquina de Melo y San Martín estaba el almacén de Doña Nilda. Nosotros jugábamos al fútbol con latas de duraznos vacías. Un día rompimos el vidrio del local. Salimos corriendo, pero Nilda nos frenó: “¡Si no me ayudan a juntar los vidrios, no hay fiado por una semana!”. Aprendimos dos cosas: barrer rápido y no patear tan fuerte.
El peluquero cantor
En la peluquería de Don Horacio te cortaban el pelo y te contaban la vida entera del barrio. Mientras me pelaba al ras, cantaba tangos desafinados. Una vez se le fue la mano con la tijera justo cuando llegaba al estribillo de “El día que me quieras”. Desde entonces, cada vez que escucho Gardel me toco la cabeza por reflejo.
La pandilla del pasaje
Vivíamos todos en la misma cuadra y jurábamos que nunca nos íbamos a separar. Había risas, bicicletas, helados derretidos y algún que otro enamoramiento escondido. A mí me gustaba Mariana, pero ella prefería a Martín, el de la bici roja. Hoy la veo en la verdulería y todavía me dice “¿te acordás del pasaje?”. Y claro que me acuerdo.
La esquina del correo
Antes nos encontrábamos en la esquina del correo, todos los jubilados del barrio. Llevábamos el mate, hablábamos de fútbol y de política, y arreglábamos el país en una tarde. Un día empezó a venir una señora nueva, Amalia, con su sombrero de flores. Desde entonces, nadie se peleó más por la política: todos esperábamos a ver de qué color venía el sombrero.
La radio de la ferretería
En la ferretería de Don Lito siempre sonaba la radio fuerte. Era imposible hablar sin gritar. Cuando murió Sandro, cerró todo el día “por duelo artístico”. Yo tenía el taller enfrente, y me acuerdo de que a la tarde se escuchaba el barrio entero cantando “Rosa, Rosa”. Nadie arregló nada ese día.
El primer baile en el club
Mi primer amor fue en el Club Florida. Me invitó a bailar un tango y yo, que apenas sabía caminar con tacos, le pisé los pies toda la noche. Me dijo: “no importa, mientras me mires así, yo bailo igual”. Nunca volvimos a bailar, pero cada vez que paso por el club siento que todavía suena la orquesta.
El almacén de los domingos
Los domingos eran de misa y de pan caliente. El almacén de los hermanos Peralta abría solo hasta el mediodía. Si llegabas tarde, te quedabas sin medialunas. Un día fui corriendo y me tropecé. Ellos me esperaron igual, me dieron el pan y una sonrisa. Ahora cada domingo, cuando huelo el pan tostado, me parece escucharlos diciendo: “llegaste justo, como siempre”.
El kiosco de Julio
Julio tiene el kiosco desde antes de que yo naciera. Sabe todo: quién está de novio, quién repitió, quién se va del barrio. Cuando compro caramelos, siempre me dice: “¿te acordás de tu viejo cuando venía con la bici?”. Y sí, me acuerdo. Aunque yo no había nacido todavía, él me lo cuenta tanto que siento que sí.
El amor en el 71
Nos conocimos en el colectivo 71, yendo a la escuela. Me prestó sus auriculares para escuchar una canción. Desde entonces, viajamos juntos todos los días. Una vez el chofer nos dijo: “si se casan, invítenme al casamiento, que fui testigo de todo”. Todavía no pasó… pero quién sabe.
Los grafitis del túnel
Debajo del túnel de San Martín pintamos nuestros nombres una noche de verano. Era nuestro “secreto del grupo”. Pasaron los años, algunos se mudaron, otros se fueron lejos. Pero el otro día pasé en bici y todavía se ve, medio borrado, mi nombre al lado de los de ellos. Me quedé mirando un rato. Florida también nos recuerda.
La vereda del almacén
En la vereda del viejo almacén de Don Tito aprendimos a andar en bici. Era de baldosas rotas, pero para nosotros era una pista de carreras. Don Tito salía a aplaudir cada vez que alguien lograba mantener el equilibrio. Cuando cerró el almacén, las bicis ya no cabían en la vereda, pero todavía, cuando paso por ahí, me parece escuchar su “¡vamos, campeón!”.
La siesta del perro Rolo
En cada cuadra había un perro famoso, y el nuestro era Rolo. Dormía frente al kiosco de Marta y nadie se animaba a despertarlo. Decíamos que si Rolo dormía, era buena señal: el barrio estaba en paz. Cuando un día desapareció, Marta puso un cartel que decía “No se perdió Rolo, salió a cuidar otros sueños”.
El cine del club
Los sábados se armaba cine en el club. Llevábamos sillas de casa y un mosquitero para los bichos. La película se veía a medias, pero todos sabíamos los diálogos de memoria. Cuando se cortaba la luz, el aplauso era general: el proyector se apagaba, pero la charla seguía hasta la medianoche..
El pan de los domingos
Mi abuela se levantaba temprano para ir a la panadería de la esquina. Decía que si llegabas después de las diez, ya no quedaban las “tortitas lindas”. Los domingos olían a pan recién hecho y a radios prendidas con tangos. Hoy paso por esa esquina y todavía me parece sentir el olor del pan y la voz de mi abuela diciendo: “aprovechá que están calentitas”.
La canchita detrás de la estación
Era un potrero con más yuyos que pasto, pero para nosotros era la Bombonera. Ahí jugábamos hasta que se hacía de noche y las madres gritaban los nombres desde las ventanas. Cada pelota que se iba a las vías era una tragedia. A veces, el señor del tren nos la devolvía con una sonrisa, y nosotros creíamos que era el árbitro más justo del mundo.